Ha fallecido don Mario Benedetti, extraordinario poeta uruguayo que supo traducir toda la gama de sentimientos humanos con un lenguaje sencillo y aparentemente espontáneo. Nos cautiva, en especial, su ágil verso y ese juego de palabras que utiliza para describir con certera precisión nuestras angustias existenciales. En una época dominada por Internet, el cine y la televisión, es una proeza atrapar la devoción de millones de lectores con la pluma y el papel. Don Mario vivirá por siempre en sus obras como el cantor universal a la cotidianidad convertida en poesía, pero más que eso, demostró que la palabra tiene un poder curativo y profundamente revitalizador. Por eso se constituyó en maestro. Grande entre los grandes.
Poco conocemos sobre la esencia de la expresión oral y escrita. Creemos que cuando hablamos claramente, nuestro mensaje llega a cualquier oído con nuestra intención y deseos únicos. Error inmenso. Los mensajes son afectados por nuestros gestos, nuestra experiencia con el oyente, la pronunciación, entonación, voz y estado de ánimo. Y es que cualquier distorsión desvirtúa el significado de la palabra. No es casual que las televisoras escojan a un buen locutor que convenza, no sólo con su excelente pronunciación, sino con el lenguaje de su cuerpo, imagen y carisma personal para que el mensaje llegue lo más puro posible a su destino.
La expresión oral es una cualidad determinante en las relaciones humanas. Es la facultad que nos hace reinar sobre todos los demás seres vivos del planeta. Por ella somos humanos y superiores, pero requiere de un hablante y un oyente que participen de manera activa, positiva y abierta. Algunos poseen un talento especial para convencer y seducir con el encanto de sus palabras. Es tan importante esa relación que, en situaciones extremadamente delicadas y sensibles, la palabra se ausenta para dar paso al silencio. Nadie quiere perturbar los sentimientos más sagrados como el amor, la admiración o el dolor profundo. Esta forma de relacionarnos nos permite llegar incluso hasta los animales y las plantas para ejercer dominio, sumisión, aprovechamiento y hasta armonía con el entorno natural. De la comunicación efectiva derivamos placer y hasta podría enaltecer nuestro espíritu, pero también podríamos llegar a extremos tan perversos que superarían los del más temible animal. La palabra es un don divino que requiere de mucha responsabilidad porque con ella podemos herir o alegrar, consolar o agredir, edificar o destruir, informar o confundir.
De todas las formas de comunicación, la palabra escrita puede ser la más excelsa, ya que con ella podemos enmendar errores, compadecernos del dolor ajeno, expresar nuestros sentimientos, reparar una ofensa o encontrar en los versos de los poetas el mejor desahogo para nuestras lágrimas y la solución de nuestros misterios. El don de la palabra es tan influyente que quienes lo tienen pueden cambiar positivamente o negativamente a los demás. Es la inspiración que nos conduce a una elevación sublime, pero que mal empleada puede sumirnos en el más oscuro de los infiernos. Somos humanos y por lo tanto sujetos a los extremos de nuestra libertad de acción y motivaciones personales. No olvidemos nunca que de “la abundancia del corazón habla la boca”. Seamos portadores de mensajes de paz y amor, de justicia y caridad, pero también de perdón y comprensión. Seamos humildes para escuchar a los demás y cultivemos la buena lectura que alimenta nuestro espíritu y enaltece nuestra voluntad. Huyamos de aquellos que alteran con sus gritos nuestra armonía interna y busquemos a quienes con su bondad nos alivian el diario existir. Nuestra vida puede y debe ser un trazo de historia, un punto de agonía y un largo viaje de amor a través de la palabra.