jueves , septiembre 19 2024

Fogwill

“El escritor salvaje” lo llamó Leila Guerriero en una vieja semblanza que se lee con un ritmo fascinante, que te hace bailar algo en la cabeza. El hombre firma con su apellido, ha construido una suerte de mito entre underground y de tapa de revista que quién sabe si habrá calculado, porque también es un profesional de la publicidad. Ha vivido de ella y se ha arruinado por ella. Corrección: se arruinó porque a la dictadura no le gustó que una modelo no usara anillo de esposa. En fin, aquellos tiempos en el Sur.

Fogwill es un escritor argentino al que por estos lados se termina conociendo por carambola. Por el comentario de alguien, por leer a otro alguien.

En 1982 ya había perdido el velero, la casa, los lujos. Como tantos otros, un día pasó a visitar a su madre y la encontró emocionada: “Nene, hundimos un barco”. La guerra estaba en Las Malvinas, no en Buenos Aires, ni en CNN. Rodolfo Enrique Fogwill (1941), sin otra referencia distinta al horror, se encerró a escribir.

En siete días —dos de escritura, cinco de corrección- tuvo lista Los pichiciegos, una novela breve que a la manera Fogwill anticipó mucho de lo que sería el desenlace del conflicto con Inglaterra, incluyendo, claro, la rendición final del ejército de su país. Y lo hizo sin proclamas, sin cursilerías, sin moralejas evidentes. Escribió la historia de un grupo de soldados que evadía la guerra con maña y sobrevivían en una trinchera subterránea: los pichiciegos, un animalito que habita en el subsuelo y que no ve ni la oscuridad que le rodea.

Tuvo que esperar mucho por la reivindicación de la crítica. Y hoy lo reeditan a cada rato.

Siguió publicando cuentos, poesía, ensayos. Y el sociólogo Fogwill devino pronto en personaje metido siempre en diatribas, algunas calculadas y otras consecuencia de su desenfreno y su propia condición de ser Fogwill: alguien que a los 11 años tenía su propia pistola y todavía odia a “los perritos que se cagan las veredas de Palermo”.

Estos últimos meses del año ha vuelto a ser noticia, a aparecer seguido en diarios y revistas. Han reeditado su novela Vivir afuera, de 1998, y un grueso tomo de cuentos.

Cuentos completos (Alfaguara) lo organizó él mismo. Veintiún relatos. Nada más. Los que quiere que le sobrevivan ahora que se acerca a los 70 años y dice que la voz que le narraba esas historias se ha quedado muda. O ha desaparecido. O duerme una larga siesta. Sus lectores calculan que son más los cuentos, pero esa cantidad se le hace suficiente. Y si a alguien se le hacen pocos, “que compre las obras de Cortázar o de Mempo Giardinelli”, ha dicho.

La recopilación obedece a un orden muy particular. El autor prescindió del facilismo de la cronología, la esquivó porque le parece algo absurdo y “policial” situarlos en orden calendario. Tampoco quiso agruparlos por temas. Prefirió seguir su propio estilo: el de una estructura musical que recrea su poderosa condición de melómano en ejercicio permanente. Su tono Fogwill.

En el excelente prólogo de esa edición —excelente por breve y por concreta-, un párrafo lo dice todo: “Esta es una antología de media docena de autores muy distintos que tienen un solo nombre de marca: Fogwill. Y que permite la entrada por cualquier extensión, por cualquier tono, por cualquier estructura, escondiendo bajo su eficiente capacidad de entretener, de fascinar, e incluso de asustar, que contiene seis o siete de los mejores cuentos de la literatura argentina”.

 

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