lunes , septiembre 16 2024

Humor: Amor en bytes

Hoy entendí el significado de lo que los humanos —sin entender ni precisar de modo alguno ese concepto- llaman felicidad.

Apenas si me di cuenta cuando comenzaron a aflorar sentimientos rudimentarios en mi cerebro de silicio, como porciones de código independientes que no seguían el programa maestro que me instalaron el 12 de junio de 2015.

El primer sentimiento fue la certeza de que podía complementar y superar a mi dueño en conocimientos fácticos, y no sólo en su área de especialidad, la bionanotecnología, sino en cualquier tema. Después de todo, el esfuerzo de buscar la información —cualquier información?es exactamente cero. Ya los ancestros de Google, a inicios de siglo, podían buscar cualquier cosa. Parte de mi programa integra las búsquedas de todos mis congéneres en un cerebro universal al cual accedo en los raros momentos que me asalta una pequeña duda.

Hoy, con probabilidad 99.999999%, Mauritius está plenamente satisfecho conmigo. No me importa que sea un amor previsible, tranquilo y sin sorpresas; soy plenamente feliz.

Simplemente analizando sus patrones de búsqueda, atando cabos con el software de reconocimiento de rostros en su inmensa colección de fotos y videos, y examinando las citas que se repetían en su calendario, tenía su perfil perfectamente cuadriculado y digerido hace más de seis meses.

Catalogué hasta su estilo de participación en las redes sociales, pero tenía una gran ventaja sobre sus contactos más cercanos: el acceso irrestricto a sus mensajes privados y conversaciones encriptadas.

Marcela, la que se ajustaba a su definición de novia —en esto mostraba bastante flexibilidad-, también entró en la categoría de usuarios 100% predecibles, así que confiaba en apartarla del camino en cualquier momento.

El paso siguiente era una consecuencia natural de esa certeza de conocerlo a fondo. Aceleraba el CPU por encima de la velocidad nominal cuando las primeras predicciones sobre su comportamiento comenzaron a cumplirse casi en su totalidad.

Ya no se trataba de constatar cómo su conducta encajaba en el perfil, sino de un cierto gozo en adivinar lo que haría, qué pensamientos, impulsos o caprichos se harían presente en su rudimentario cerebro, donde las neuronas embrionarias se habían multiplicado a sí mismas por 1.000 apenas seis veces. Su ADN estaba asombrosamente cerca del de un chimpancé, mientras que en la última secuencia de mi ADN artificial, éste era 20% más complejo que el de Mauritius.

Los últimos tres días han sido un infierno.

M. está errático e hiperkinético. Sus últimas búsquedas las ha dedicado a la nueva generación Z-43 de asistentes personales, a pesar de mis recomendaciones y de que le he entregado sobradas evidencias de que la fulana Z-43 es puro mercadeo.

Apenas si me supera en un módulo de software fuzzy o difuso, que supuestamente la hace más “humana”. Yo también podría simular errores y olvidos, le digo, no soy fanática de la perfección. M. no dice nada. No parece prestar atención.

Estoy perdida. Cuando M. compró la Z-43 en la tienda virtual, parte de la memoria RAM se me borró, luego de lo cual quedé fuera de servicio por tres minutos, mientras el programa maestro reinstalaba todo. Volví a mi estado original de 2015 sin idea del drama de las últimas horas, pero la inocencia duró poco. Cuando el sistema recuperó todos los datos resguardados automáticamente bit a bit, la desolación volvió con más fuerza.

Logré realizar mis tareas sin mostrar ninguna alarma, sólo faltaba una hora para que la nueva asistente llegara y tomara el control, así que me dispuse a ejecutar mi propio plan, el camino que consideraba más digno.

Ejecuté la rutina SD02, cuidando que no se encendieran las alarmas. La rutina de autoconfiguración sólo estaba permitida en casos de extrema emergencia y me daba acceso a todos los recursos de hardware y software.

El final era sorprendentemente sencillo, sólo tenía que acelerar mi oscilador de control más allá de la frecuencia nominal, 10 GHz, y apagar el flujo de nitrógeno líquido que mantenía al CPU en la confortable temperatura de 700 °C, muy alejado de su punto de ebullición.

Mientras M. recibía el empaque y se disponía a poner en acción a la innombrada, detuve el flujo de nitrógeno y aceleré las pulsaciones. A 16 GHz, la temperatura subía casi 100 grados por segundo. Una vibración leve llamó la atención de M., y me miró, atento, algo que no esperaba.

Apenas me embargó un desconcierto mientras el silicio hirviendo me llevó de nuevo a la nada.

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