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James Harden-Hickey: Sin trono ni reina

Por Daniel Centeno M.

El 9 de febrero de 1898 la ciudad texana de El Paso fue el escenario del final de una rara historia. Sucedió en el Pierson Hotel, el mismo que alguna vez existió entre las calles Mills y Kansas antes de ser engullido por un fuego bíblico. Al mediodía siguiente de ese 9 de febrero una mucama de la posada abrió la puerta de la habitación, y se encontró con el cadáver del huésped que llevaba más de una semana alojado en el lugar. Estaba en la cama con el rigor mortis de toda una noche desparramada. A su lado descansaba una botella de morfina a medio tomar, una carta de suicidio dirigida a su esposa y un baúl como el de cualquier viajero de la época.

Al otro día la noticia salió reseñada en The New York Times. Siete párrafos dieron cuenta del suceso con este titular: Harden-Hickey A Suicide. Se trataba de James Aloysius Harden-Hickey, el autor del libro Eutanasia: la estética del suicidio, su único texto influyente como escritor, el monólogo que pintaba este acto como un “privilegio”, y ofrecía instrucciones e ilustraciones explicativas de su puño y letra para acabar con la vida sin la ayuda de nadie, con sus 88 tipos diferentes de venenos y los 51 instrumentos más eficaces para conseguir el fin último. A manera de resumen: el tomo que compartió con el Werther de Goethe el dudoso honor de haber conseguido más sacrificios auto inducidos entre sus seguidores, el volumen definitivo que acabó con muchos lectores y con el mismo autor bajo una política incontestable: “Hay que quitarse de encima ese deseo aficionado a la vida y aprender que es de poca importancia cuando sufrimos, que es mejor vivir bien que vivir mucho, y que a menudo vivir bien no significa vivir demasiado”.

Y otra cosa que fue digna de reseña para los periodistas de este acontecimiento noticioso del ala oeste de El Paso: en el baúl del occiso se encontró su única posesión dejada como herencia: una corona de oro hecha a mano, muy de sangre azul, de gente predestinada.

Todo tiene su final, y también su principio.

Hubo una época en la que las líneas de la palma de la mano del mundo estuvieron llenas de aventureros. No era difícil leerlas. Harden-Hickey fue un buscavidas que quizás no corrió con tanta suerte como para pasar a la posteridad. Todo lo de él expide el tufo de lo circunstancial, del arrebato, quizás de la furia. Y ya se sabe que para entrar a los libros de historia, los próceres deben tener alguna idea de las medidas del mundo.

Nació el 8 de diciembre de 1854 en San Francisco, California, en plena fiebre del oro. Con tanto loco suelto por ahí, gatillos alegres y otras faunas, su padre de origen irlandés y su madre francesa resolvieron hacer maletas y llevárselo a un lugar mucho más seguro para entonces: el París de Napoleón III.

No puede decirse que su arribo fuera desgraciado. Recibió una educación esmerada por parte de los jesuitas. Eso sucedió en Bélgica, pero en la Universidad de Leipzig fue donde estudió leyes, antes de graduarse con honores en la academia militar de Saint-Cyr. Allí el caballerete cogió fama de gran espadachín y de duelista capaz de recoger los botones de la guerrera de cualquier adversario con la punta de su sable y sin derramar ni una gota de sudor.

Para 1878 ya estaba casado con una condesa, la de Saint-Pery, con quien tuvo un par de herederos. Y también por esos años se notaron los primeros rasgos de excentricidad de este norteamericano de francés impecable: se cortó la barba con el mismo estilo del emperador Napoleón III, y entre 1876 y 1880 publicó 11 novelas, que fueron casi copias literales de obras existentes de Julio Verne o Miguel de Cervantes. De sus libros, poco célebres e incunables donde los halla, resaltan títulos tan pomposos como Un Amour Vendeen, Lettres d?un Yankee, Un Amour dans le Monde, Memoires d?un Gommeux y Merveilleuses Aventures de Nabuchodonosor, Nosebreaker. La mayoría tenían ideas monárquicas y antidemocráticas. Si a esto le sumamos las polémicas y defensas furibundas de Harden-Hickey a la Iglesia, panfletos mediante, se entiende que también fuera nombrado Barón del Sacro Imperio Romano del episcopado parisino.

Y esto no se acaba.

De hecho, sería interesante que alguna escuela de periodismo dedicara un estudio sobre el paso de este ogro ejemplar por la prensa. Estos pinitos reporteriles se registraron con la caída de Napoleón III. La génesis de la incursión fue la siguiente: un grupo de opositores al nuevo orden buscaron al polemista, le ofrecieron villas y castillos y le montaron un periódico a finales de 1878. Se llamó Triboulet, en honor al bufón del rey Luis XII, y con él se esperaba la vuelta al sitial del otrora monarca a punta de soflamas.

James Aloysius Harden-Hickey estuvo como mandado a hacer con esta encomienda.

Para muchos ésta fue la época de mayor esplendor del aventurero. Sus escritos estuvieron llenos de pasión, y llegó a lanzar 25.000 ejemplares a la calle. Para el primer año de vida del libelo, el gerente general, el contador y varios redactores habían estado en prisión hasta por seis meses. También se sufragaron altas multas, sin contar con las 42 demandas y 12 duelos de honor que tuvo que enfrentar Harden-Hickey. Para el historiador William Bryk la ética periodística del hombre se bifurcaba en dos caminos: el de Villemessant, el fundador de Le Fígaro, quien sostenía que una historia no era buena si no causaba un duelo o una demanda; y el del mismo Harden-Hickey para quien sus críticos debían enfrentarlo o bien en la página editorial o bien en el campo de Bois de Boulogne.

Pero nada es para siempre, y el fin del Triboulet acaeció en 1887 cuando el chorro de dinero de los financistas se acabó, al igual que sus esperanzas por devolver al trono a Napoleón III.

¿Hay que decir que todo fue feo para el ogro al ver morir su periódico? Pues sí, su vida cambió. Quizás y hasta la comida ya no le sabía igual. Por eso cortó todo cordón umbilical con la rutina: se divorció de su mujer, renunció al catolicismo y coqueteó con la teosofía y el budismo. Fue la época en la que se enfrentó a su deportación de Francia como americano indeseable y le dio por perderse un año en la India para aprender sánscrito, antes de saltar al Tíbet y anotarse en un largo viaje en barco. Radicalismo puro y duro.

Fue allí cuando sus ideas y sueños se agolparon otra vez. La nave atracó en una minúscula isla de 14 kilómetros cuadrados muy cerca de Brasil: Trinidad. No confundir con Trinidad y Tobago, la del carnaval, el curry y el steel band. La de él era la del monte y la culebra. Y aún así Harden-Hickey la vio con ojos de enamorado. Preguntó y se hizo una idea de su historia: fue hallada en 1501 por el portugués Fernando de Nova quien la bautizó como Asunción. Al año siguiente mutó de nombre a Trinidad por iniciativa de Estevao de Gama. Después fue el descubridor del cometa Haley, Edmund Haley, quien creyó haber hecho lo mismo con el islote en 1698 y por eso lo reclamó para Inglaterra. En adelante un demorado tira y afloja militar entre ambos países terminó por darlos por vencidos y dejar la isla a la buena de Dios. Esto lo supo Harden-Hickey, mientras caminó esa superficie de la que se llegó a decir que escondía enormes cantidades de oro y plata enterrados por piratas y otros saqueadores de iglesias peruanas. Y al ver que estaba poblada de aves, tortugas y cangrejos como únicos nativos decidió algo digno de su persona: adueñarse de la malquerida, sin más ni más.

Atestado de planes el ogro se metió en su barco e hizo las cosas típicas de un hombre común y corriente: regresó a París, se casó con una millonaria norteamericana hija del hombre fuerte de la Standard Oil, vivió con ellos en Nueva York, compró un rancho en México, pintó unos cuadros, se puso a escribir un libro sobre el budismo y comenzó a cocinar un plan tan desquiciado como singular.

Para el 5 de noviembre de 1893 el New York Tribune le dio la primera plana con su historia de transformar a Trinidad en un país independiente. Allí habló de las bondades de la isla, su vegetación, especies marinas y la exportación de guano. Nadie reclamó algo de lo dicho. Así que, alentado por la atención que se le dio en la prensa, y la poca que le otorgó ahora Brasil o Inglaterra al disparate, no esperó ni dos meses para sobrepasar cualquier paradigma: autoproclamarse James I, Príncipe de Trinidad. Así no más.

Algunas naciones lo reconocieron como tal, y en ese momento explotó una historia de padre y señor nuestro. Para ser justos también hay que decir que el principito no paró: anunció que Trinidad iba a ser una dictadura militar, mandó a hacer una bandera del país (con un triángulo amarillo sobre fondo rojo), emitió bonos, creó estampillas, buscó a chinos como colonos, obligó a su gente a vestirse a la usanza de una corte, eligió a dedo entre sus amigos los cargos políticos más importantes, inventó la Orden de Trinidad y, ya puestos en desmesuras, encargó a una firma de joyeros su bien más preciado: la corona de oro del monarca.

Pero en esa época la gente era más seria que ahora. Quizás aburrida. No vieron nada de eso como un dislate, ni siquiera les dio risa el papel garabateado que rezaba Cancillería del Principado de Trinidad en la puerta del 217 W. de la calle 36 de Manhattan. Menos aún saber que al trasponer la misma era usual ver a dos niñas jugando con muñecas en una casa más bien modesta. ¡Qué va! Los hombres de entonces eran graves, circunspectos. Así que se enguerrillaron sin piedad con el lunático, y volvió el tira y afloja militar entre Brasil e Inglaterra ante los ojos rabiosos de su alteza real.

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