domingo , septiembre 8 2024

Leonid Tsypkin: desde la U.R.S.S. con amor

Por Daniel Centeno M.

¿Aún pueden existir sorpresas en la literatura? Y, de ser posible, ¿estas maravillas pueden encontrarse en tradiciones mil veces diseccionadas? Dicho así, la cosa se hace confusa. Sin embargo, las explicaciones se captan más fácilmente cuando se echa un cuento, que es el que sigue:

Hace unos veinte años una librería de la londinense Charing Cross hizo lo de siempre: colocó una caja llena de viejas ediciones afuera del local y a precio de remate. Una mujer que estaba de paso decidió detenerse y hurgar por pura costumbre libresca. Allí dio con un volumen rarísimo, un ejemplar en rústica de la editorial Quartet Books. Databa de 1987. Se trataba de una primera edición de un libro traducido: Verano en Baden Baden. Y era de un autor soviético. De un raro autor soviético que ella, que lo sabía todo acerca de esas letras, no conocía: Leonid Tsypkin.

Sin pensarlo mucho, pagó por el libro y se lo llevó. Otra curiosidad para mi biblioteca o erudición, sopesó. Quizás no serviría para nada. Quién sabe. Y así se fue calle abajo, con sus pensamientos, con su ganga, con Baden Baden, con Tsypkin. Y alguien hasta diría que la literatura se parece peligrosamente a la vida, o viceversa…

Pero lo cierto es que la historia continúa: la mujer leyó el libro, pongamos que en el avión que la regresaba a Nueva York, y sus piernas le temblaron. En tierra fue a buscar su maleta y, mientras esperaba al lado de la banda corrediza, ya tenía un ensayo en la cabeza. Lo primero que escribió en su libreta: ¡Cómo se me pudo pasar por alto este hombre! ¡Y precisamente a mí, a Susan Sontag, a la persona que lo sabe todo sobre los rusos!

Los intelectuales de raza (pero sólo los de raza) tienen momentos en los que un descuido se vuelve un asunto de honor. Sí, de esos que se tienen que reparar bajos parámetros que rebasan la mera exigencia. Cualquier otro escritor de los que abundan seguiría adelante, quizás hablando de Tsypkin como lo haría un viejo exégeta en una rancia reunión entre colegas. Pero no Susan Sontag. Ella no podía permitirse la licencia que anulaba el remordimiento de la inteligencia. Ella era la Sontag y tenía que remediar el traspié.

Y vaya que lo hizo.

Revisó archivos, contrató sabuesos, hurgó por entre las nubes. Y consiguió más de lo que esperaba. A un hombre: el doctor Mikhail Tsypkin, un profesor graduado de Harvard, especializado en estudiar la política militar soviética, un tipo casi calvo, sonriente, con lentes de viejo y una blancura harinosa. A la postre, el hijo de Leonid, su obsesión, el hueco por explorar. Una tarea hecha a la medida de la persona que creía saberlo todo acerca los rusos, Dostoievski, Tolstoi,Turgueniev, Gógol, Bulgákov, Chéjov, Maiakovski, Pushkin, Mandelshtam, Lérmontov…

La escena fue casi de cine (o novela, si se prefiere). El desconocido, de repente, fue requerido por una luminaria. Los papeles se invirtieron. Ahora no era él quien debía escuchar la clase magistral. Era la erudita quien moría por saber una porción de lo que él dominaba al dedillo: su vida doméstica, la historia detrás de la historia, el pasado de privaciones y casi sin identidad.

Y alguien hasta diría que la literatura se parece peligrosamente a la vida, o viceversa…

Don Mikhail habló, Sontag tomó nota y regresó a su vida burguesa con el corazón palpitante. El hijo dijo todo y más. La escritora encumbrada no podía creer lo que tenía. Volvió a sus apuntes y miró:

Leonid Tsypkin nació en 1926 en Minsk.

Sus padres, Boris Tsypskin y Vera Polyak, eran médicos judíos.

La vida no fue fácil para esa familia: Boris fue apresado en 1934, bajo los cargos imaginarios de la época del Gran Terror. Luego fue “puesto en libertad, por intervención de un influyente amigo, después de que intentara suicidarse arrojándose por el hueco de la escalera de una prisión…”. Peor suerte corrieron dos hermanas y un hermano de Leonid, que terminaron muriendo tras las rejas.

Minsk fue sitiada por los alemanes en 1941. En el gueto asesinaron a su abuela, su tía y dos primos. Leonid y sus padres pudieron escapar entre barriles de encurtidos.

Si existía algo en Leonid Tsypkin era su madera de sobreviviente nato. Por eso también el personaje se interesaría en estudiar las múltiples vertientes relacionadas en dos campos más afines de lo que parecía: las letras y la medicina.

Sontag sacó la foto del escritor y sus ojos se volvieron lupas: Leonid aparece con corbata, vestido de doctor, casi de perfil, con ojos tristes, boca semiabierta y quizás en un estudio lleno de libros clínicos y microscopios. Sus notas no contradicen ese quizás: en 1947 se graduó de médico; después de ocultarse entre el personal de un hospital psiquiátrico rural, pudo residir en Moscú con su mujer e hijo (Natalia Michnikova y el famoso Mikhail). Allí tuvo su puesto de patólogo en el Instituto de Poliomelitis y Encefalitis Viral. Fue parte del equipo que introdujo la vacuna contra la polio en su país. Esto lo aunó a sus artículos médicos y sus estudios sobre las reacciones de tejidos tumorales a las infecciones víricas letales, los tumores cerebrales sometidos a cirugías consecutivas y las propiedades morfológicas y biológicas de cultivos celulares en tejidos tripsinados. No se podía negar que el hombre había dado mucho a su país. La Sontag, en cambio, vio otra cosa en el patólogo: “estaba muy interesado en la muerte. Acaso sólo un hipocondríaco obsesivo y acosado por la muerte, como parece haber sido Tsypkin podría haber creado de un modo tan original una forma libre de la oración”.

Y puestos a hablar de formas: escribir es una forma de vida. También de sobrevivencia. Hay quienes escriben para vivir. Otros viven para escribir. Sontag trazó diagonales: vida-muerte-sobrevivencia-medicina-literatura.

Todo pareció cobrar sentido.

Leonid Tsypkin siempre quiso ser escritor, pero nunca las tuvo consigo. Sobre su mesa de trabajo solían reposar los retratos de los poetas Marina Tsvietáieva y Boris Pásternak. A los veinte años comenzó a alumbrar versos y casi abandonó sus estudios de medicina para matricularse en literatura. Pero hubo dos hechos que lo disuadieron: Lidia Poliak y un encuentro frustrado. La primera era su tía, investigadora en el Instituto Gorki de Literatura Mundial, quien desaprobó los escritos de Leonid desde el principio. Fue la familiar condescendiente que cedió a concertarle una cita con el poeta Andrei Sinyavsky. El encuentro frustrado fue, precisamente, ese. Y lo fue porque Sinyavsky fue arrestado dos días antes de la reunión.

Pero ésta no fue la gran tragedia de esta historia. Leonid Tsypkin ganaba bien, tenía buen cargo y era respetado en los círculos científicos de su país. Sin embargo, su hijo y su nuera morían por salir de la Unión Soviética rumbo a Estados Unidos. Y cuando consiguieron sus visas en 1977 un manto negro cayó sobre la vida de sus padres: la KGB estalló y pidió la degradación inmediata de Leonid. De repente, la eminencia fue excluida de la investigación de laboratorio, le cambiaron su puesto por el de investigador subordinado, nadie le devolvió el saludo en el hospital y su sueldo fue rebajado a un 75 %.

De aquí en adelante todo sería cuesta arriba.

Y alguien hasta diría que la literatura se parece peligrosamente a la vida, o viceversa…

Bajo ese clima asfixiante, en junio de 1977 Leonid Tsypkin pidió las visas de salida de él, de su mujer y de su madre. Esperó con paciencia y comenzó la escritura de Verano en Baden Baden. La hizo en una vieja máquina alemana Erika, botín de la Segunda Guerra Mundial, en jornadas de dos horas nocturnas, al salir de su trabajo. En 1980 terminó su novela. Al saberse impublicable en su país, le dio un manuscrito a un amigo periodista que estaba por salir de la U.R.S.S. con un par de corresponsales norteamericanos de UPI. En abril del 81 el estado le informó a Leonid que sus peticiones de visa eran inconvenientes. En septiembre del mismo año volvió a solicitarlas, y la respuesta se la dio en marzo siguiente y en su cara el mismísimo director de la oficina de visados de Moscú: “Doctor, nunca le permitirán emigrar”. A finales de ese mes echaron del trabajo a Leonid Tsypkin. Esa tarde tan cabrona su hijo lo llamó para decirle que, por fin, podía contarse entre los autores publicados: el primer capítulo de Verano en Baden Baden había aparecido el 13 de marzo de 1982 en el semanario neoyorkino de emigrados rusos Novaya Gazeta.

Se hace necesario detenerse en este punto, por ahora.

Sontag volvió a abrir el libro y miró todo lo que llevaba subrayado. De tan trajinado que estaba el ejemplar de Quartet Books sólo podían contarse las partes sin líneas de pluma. La novela la subyugó: las oraciones parecían ser eternas, los párrafos canibalizaban páginas, los planos se alternaban constantemente. ¿Y la historia? La de un diario robado a una tía erudita, ¿Lidia Poliak quizás?, el de Ana Grigórievna. También la de unos viajantes que van a San Petersburgo, Dresde, Leningrado, Baden Baden, Basilea, Francfort y París, acosados por la miseria y humillaciones de escritores, porteros, mozos, administradores, camareros, tenderos, prestamistas y crupieres. Una novela con un decadente telón de fondo, de iras acumuladas, de ludopatía, de lucha de egos, de fatiga emocional, de hemorragias, de sangres y enfermedades terminales. Pero también de amor. De un gran amor conyugal, misericordioso, complementario, entre Ana Grigórievna y Fedor Dostoievski en los últimos días de la vida del autor de Crimen y Castigo. Y también, ¿por qué no decirlo?, del amor de un médico judío ruso que sabe que amar a Dostoievski es lo mismo que amar a la literatura. Dostoievski — Tsypkin, cada uno en su odisea, humillados y ofendidos.

Y alguien hasta diría que la literatura se parece peligrosamente a la vida, o viceversa…

Sontag volvió a lo suyo, al ensayo, y arrancó a escribir. Hay cosas que la sorprendieron de Leonid Tsypkin: su fervor ante un autor (Dostoievski) que desdeñó a los judíos, su inclinación a escribir para el cajón, la creación de un tipo de estilo propio e intuitivo (no pudo leer a muchos autores extranjeros ni contemporáneos por las prohibiciones de su país), su descripción de paisajes de otros países que no conocía (nunca pudo salir de la U.R.S.S.) y, ésta es una nueva que alguna relación tendrá con la primera, la utilización de una vieja máquina alemana para crear de cero, un artefacto que en un pasado quizás fue manipulado para llenar formularios de campos de concentración.

En otro plano pasado Tsypkin se contentó con la llamada de su hijo y siguió trabajando. La mañana del sábado 20 de marzo de 1982 estuvo eufórico. Cumplía 56 años. Le había ganado más tiempo a la vida. Fue a su estudio y se encerró a traducir un texto médico. Pero sintió una punzada en su pecho, llamó a su esposa y así murió en su cara. Eso fue a siete días exactos de haber publicado por primera vez parte de su narrativa.

Décadas después una mujer conseguiría un libro raro en la londinense calle Charing Cross. Era la primera edición de Verano en Baden Baden, lanzada en 1987 por la editorial Quartet Books. Y pensó, antes de hacerlo famoso para el gran público: ¡Cómo se me pudo pasar por alto este hombre! ¡Y precisamente a mí, a Susan Sontag, a la persona que lo sabe todo sobre los rusos!

Y así se fue calle abajo, con sus pensamientos, con su ganga, con Baden Baden, con Tsypkin.

Y alguien hasta diría que la literatura se parece peligrosamente a la vida, o viceversa…

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