domingo , septiembre 8 2024

Mirar la palabra más allá del Tiempo

Hace poco más de seis años, partió Saramago mientras en Sudáfrica se disputaba un mundial de fútbol. Pero su palabra sigue enhebrando a los habitantes de la memoria: la pintura ocre de un rostro que nos recuerda a alguien, una aigrette que adornó un sombrero parisino, cuentas opalescentes de Murano, cascabeles de Arlequín, la muda caja de música. O la última caricia de Saramago a sus tres perros “encontrados”.

Por José Antonio Sáenz

Silencios de Saramago

José de Sousa Saramago (Azinhaga, Portugal, 16 de noviembre de 1922 – Lanzarote, Esapaña, 18 de junio de 2010), fue escritor, novelista, poeta y dramaturgo. En 1998 recibió el Nobel de Literatura. La Academia Sueca destacó su capacidad para “volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía”.

Falleció a causa de una leucemia crónica, después de pasar una noche tranquila con su esposa y perros. Escribió hasta el final. Sus cenizas tapizaron el pie de un olivo centenario traído de su pueblo natal.

Palabra e imagen

Saramago supo enhebrar palabras con imágenes. No es cosa de semántica sino de dos que se hacen uno. El Banquete de Platón evoca la dualidad de los orígenes, cuando se extinguieron criaturas cuasi perfectas que contenían en sí ambos sexos y surgieron la hembra y el varón. Así, la palabra se escindió de la imagen.

En ellas ardió el deseo, la necesidad de tornar a unirse. Temerosas de los mortales que las habían inventado, las divinidades dividieron a los seres duplicando su número, a la vez que restaban a cada uno la mitad de su poder. Este corte desdobló la naturaleza primigenia e instiló en cada mortal la convicción de que – por mutilado – padecía anhelo del reencuentro en la totalidad gestáltica. Una angustia existencial con eco unamuniano empapó a José Saramago, antihéroe de la imaginada palabra.

Su perro de las lágrimas…

De la soledad vino. En soledad escribió. A la soledad regresó, eclipsado por un estrépito de “vuvuzelas” aupantes de goles mundialistas, que borraban el arte de “celestes gambetas” dibujadas otrora sobre céspedes rioplatenses.

Ese día amaneció huérfano del irreverente ateo de ochenta y siete jóvenes años, en guerra con un anti ecológico mundo contaminado. En paz con lo que amó: sus libros, la libertad, su esposa Pilar – alumna y traductora – sus tres perros callejeros y una casita asomada al mar de las Canarias, albergue de un exilio desde el cual exorcizó dogmas medievales y rescató el panteísta religare (re-ligar, religión), entre Naturaleza, Hombre y Cosmos.

La palabra oral es milagrosa; cada uno de nosotros es un taumaturgo; una palabra escrita está muda, la lectura le presta voz”. Insufló vida a los vocablos en bocas femeninas: la María Magdalena del Evangelio según Jesucristo; Lidia de Ricardo Reis; Blimunda de Baltasar; o la mujer del médico con su “perro de las lágrimas”, que llora por compasión, sentimiento que el hombre está perdiendo…

Unión de dos mitades

Escribo para desasosegar; no me gusta el mundo en el que vivo; ignoro en qué encrucijada se perdió el hombre, dice sin la crispación del Ecce homo nietzcheano -el cual llega a ser lo que se es-. Emula la borgeana ceguera y conjetura que al dejar de mirar empezaremos a ver:

Cuando los hombres desaparezcan,

la gaviota que me sobrevuela será una señal de vida.

Ese verso ancla esperanzas en el amor: es Blimunda que otea a su amado en la inquisitorial hoguera, con una nube -que quería volar- en mitad de su cuerpo. “Ella dijo: Ven. Se desprendió la nebulosa ‘voluntad? de Baltasar Sietesoles, pero no subió hacia las estrellas: a la tierra pertenecía y a Blimunda”. Es María Magdalena al caminar junto a Jesús: Miraré tu sombra si no quieres que te mire -le dijo- y él respondió, Quiero estar donde mi sombra, si es allí donde están tus ojos. Saramago se nos quedó en el tiempo mudo de imagen y palabra. ¿Olvidó deliberadamente sus relojes que dos veces al día siguen marcando la hora exacta?

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