jueves , septiembre 19 2024

Paciente

“¿Qué hacer para no perder el tiempo?”, se pregunta Tarrou en el diario que escribe en su holgado retiro en la costa de la Argelia francesa, cuando Argelia era francesa.

Quien haya leído La Peste de Albert Camus, sabe que no tiene que acudir a una enciclopedia para saber quién fue el tal Tarrou y por qué se haría notable, tanto como para que su diario tuviera algún interés universal.

Se pregunta el excéntrico personaje qué hacer para no perder el tiempo mientras afuera, en las calles de la ciudad, arde el calor del verano cargado con la plaga.

Se responde entonces Tarrou, en el pequeño mundo de sus anotaciones cotidianas con algunas recomendaciones para no perder el tiempo: “Respuesta: sentirlo en toda su lentitud. Medios: pasarse los días en la antesala de un dentista en una silla inconfortable; vivir el domingo en el balcón, por la tarde; oír conferencias en una lengua que no se conoce, escoger los itinerarios de tren más largos y menos cómodos y viajar de pie, naturalmente…”

Esta curiosa doctrina tal vez tenga cierta utilidad en estos tiempos en que no hay tiempo suficiente para perderlo. Y no obstante se pierde en la loca carrera por no perderlo.

Si se pone atención, se verá que quien suscribe estas líneas no pretende marear a los demás con fáciles juegos de palabras, sino persuadir a sus semejantes, si ello es posible, de que en verdad, si uno se atiene bien a los ejercicios de Tarrou para sentir la lentitud del tiempo, concluirá que nada de tiempo se pierde.

Quien haya visto el asiento de piedra o recta madera en que un rabino durante horas extrae significaciones a la Tora, se hará una idea de cómo sentir el tiempo en toda su lentitud; quien haya visto, si acaso en foto, los ascetas inmóviles de la India, que pueden pasar una vida con un brazo en alto sin moverlo ni para cumplir con la fisiología inexorable o acaso el lecho pétreo sobre el que un monje cartujo pasa las noches de invierno, podrá hacerse a la idea de que tales renunciaciones dilatan el tiempo, si ello cabe en alguna lógica física.

De vuelta al paganismo de la vida más que veloz, atropellada, que se profesa en el siglo XXI, es razonable pensar que no haría falta llegar a esos extremos de extática espiritualidad para sentir que el tiempo no se va así, no más, sin dar nada a cambio.

Una de las formas más aleccionadoras y dramáticas de sentir lentamente el tiempo sea a lo mejor, la del paciente, en sus acepciones del que aguanta pasivamente o de aquel que espera la mejoría de su salud, ya sea en la antesala del médico o en la sala de urgencias; siempre se espera allí. No obstante, el vocablo es aplicado a los que padecen de enfermedad, incluso al momento de recibir la esperada atención por un agente de salud.

Si Tarrou recomendaba la antesala de un dentista para regodearse en la amplitud del tiempo, por algo sería. Baste un poco de estoicismo y entregarse a la experiencia del tiempo, al compás andante, largo o moderado, que los compositores canónicos asignan al movimiento que sigue al allegro con motto, y dar descanso al escucha y crear la sensación de que la vida transcurre en slow motion, se demora tanto como una gota de rocío al nacer en la madrugada perezosa.

Tal vez si uno se toma en serio eso de ser paciente, en toda la amplitud de significaciones que la palabra tiene, a la hora de entrar al consultorio el doctor lo encuentre cual andante moderato, vale decir, en el ritmo más aconsejable para una salud perdurable.

Para ver la nota original en la revista haga click.

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