domingo , septiembre 8 2024

Peter Green: El Judío Maravilloso

Por Daniel Centeno M

Hay quienes se cansan de no ser tomados en cuenta. Debe ser duro saberse un genio incomprendido, inventar cosas que la gente aplaude a medias y exprimir las propias posibilidades tan sólo para conformar una anécdota, una nota al margen, una rareza. Eso fue lo que padeció Peter Allen Greenbaum hasta sustraerlo del mundo

El menor de cuatro hermanos nació el 29 de octubre de 1946 en el barrio obrero de Bethnal Green, Londres. Con la Segunda Guerra Mundial finalizada, una cosa le preocupaba al hijo de los Greenbaum: mostrar sus raíces judías. Sin embargo, fue ese tipo de música tradicional la que más lo influenció; además del blues de pedigrí de Hank B. Marvin, Muddy Waters, B.B. King y Freddie King. Al parecer, uno de sus hermanos le enseñó a tocar algunos acordes de guitarra y bajo para que entendiera los secretos del delta del Mississippi. Y en ese momento comenzó todo para Peter.

Con 15 años el adolescente empezó a firmar con un nombre gentil que ahora es leyenda en el rock: Peter Green. Confiado, pensó que desapareciendo cualquier relación con la tribu de David podría entrar al mundo de blues sin ningún contratiempo ni zancadilla. Adiós antisemitismo, discriminación y malos tratos.

En esta etapa su constancia y tozudez se midieron por la cantidad de grupos en los que tocó: Bobby Denim and the Dominoes, The Muskrats, The Tridents, Peter Barden?s Looners y Shotgun Express (con un joven Rod Stewart como vocalista). Sus inicios distaron de ser geniales. Green alternó la guitarra y el bajo en cada banda, dependiendo de las necesidades. Sin embargo, los expertos afirman que fue el segundo instrumento el que posteriormente le daría una dimensión rítmica a la ejecución de las seis cuerdas.

Con 19 años ya había grabado en el estudio y se dio a la tarea de conocer a su posible competencia. Dicen que en esa época no le quitó el ojo a Eric Clapton. Este músico, quien ya venía de los Yardbirds y ahora era la estrella principal de John Mayall & the Bluesbreakers, lo dejó alucinado. Pero al mismo tiempo le dio razones para saberse un digno contendiente de su rival.

Hay quienes sostienen que para entonces Green no ensayó con su instrumento; entrenó como si fuera un boxeador ante un campeonato mundial de los pesos pesados. Su obsesión no parecía ser de loco, si no de un joven con ambiciones de comerse el mundo. Nadie vio nada raro en eso. Tampoco cuando Clapton pareció dejarle el camino libre a Green, al momento de marcharse de los Bluesbreakers para tocar en Grecia con The Glands. Al ogro le brillaron los ojos y fue adonde Mayall asegurándole que él era la solución para tamaña baja. El dueño del grupo lo vio como a otro alucinado más con delirios de grandeza, y le dio esquinazo. Pero Green fue insistente, fastidioso, porfiado, y Mayall lo aceptó derrotado en su paciencia.

De nada le importó a Green que su inclusión no fuera por sus cualidades artísticas. La meta era demostrar su magia. Sin embargo, no hubo chance para llevar a cabo su cometido. Al tercer concierto con los Bluesbreakers, Clapton decidió regresar a su antigua banda, y Green fue despachado como si se tratara de un bolígrafo sin tinta. Para entonces un grafiti con el dogma “Clapton es Dios” adornaba una pared de la estación de Islington, del metro de Londres. No cuesta imaginar la cara de frustración que pondría Green cada vez que pasaba por allí.

Lo cierto es que a los meses el díscolo Clapton decidió volver a dejar de lado a Mayall para emprender otro proyecto. Y, por fin, Peter volvió a los Bluesbreakers con un contrato fijo. Debió ser duro considerarse el sustituto del otro, el peor es nada, mas Green sabía que estaba ante su oportunidad de oro para demostrar todo su potencial. El disco que hizo con Mayall fue una joya. Para entonces todo su entrenamiento mostró el músculo sin problemas. A Hard Road fue un álbum en donde el ogro compitió con su némesis pero siempre desde las antípodas del estilo del otro: si Eric era virtuoso, rabioso y apasionado; Peter era medido, exacto, pausado, retraído y dulce. Su universo en el blues era otro, con vida propia, sin necesidad de batirse en quien llegaba más lejos.

Pero, en el entreacto, había pasado otra cosa: Clapton estaba tocando en una banda que parecía no tener límites, Cream. No se sabe si esto espoleó o no a Green. Lo cierto fue que después del disco con Mayall, decidió irse y armar su propio grupo: Peter Green?s Fleetwood Mac.

La propuesta era de un derroche de blues del bueno. Al poco tiempo fueron respetados e incluso lograron una popularidad que los hizo ser cabeza de cartel en festivales en donde tocaron con The Beach Boys, Led Zeppelin, Frank Zappa y Miles Davis. No obstante, para el gran público Peter Green?s Fleetwood Mac no era Cream. Nadie dudó de su calidad, es verdad, pero los muchachos de Clapton eran como dioses entre los mortales. Así de sencillo.

Para entonces el ogro había despachado clásicos indiscutibles como Oh Well, Man of the World, Albatross y Black Magic Woman. El éxito seguía burbujeante, y las comparaciones con el viejo rival no cesaron. En este punto del camino fue cuando Peter Green comenzó a sentirse vulnerable. El tema de la fama y popularidad estaba calando sus huesos. Además, las drogas dejaron de ser un buen escape momentáneo. Para los amantes de las fechas y lugares decisivos habría que decir que fue en Munich en donde se vino abajo el castillo de naipes. Después de un concierto Green consumió LSD como un campeón y estuvo tres días catatónicos. Cuando salió del viaje, lo hizo a medias. Parte de su cordura se había quedado en otra parte.

Los miembros de Peter Green?s Fleetwood Mac notaron la cosa. Sin embargo, para la época todo el mundo alucinaba. Lo raro era no hacerlo. Y quizás con ese pensamiento se fueron varias noches a la cama. Hasta que pasó lo inesperado: Green los convocó y dijo que había que establecer una lucha espiritual en contra del éxito, volcarse a la caridad y no aceptar ni un penique por su trabajo. La grandeza estaba en transformarse en un asceta.

Allí sí que los otros muchachos empezaron a rascarse la cabeza.

Pero Peter no cejó en su intento. De repente, se volvió otro ser. Se dejó crecer la barba, comenzó a vestir un tabardo digno de heraldos y no dejó de cargar un crucifijo en el pecho. Aunque le doliera, su estampa era la de un rabino completamente loco. Era frecuente que blandiera la cruz ante cada billete que veía, mientras lo declaraba como maldito. Para entonces se rehusó a cobrar un centavo por lo que hacía, y sus presiones con los otros integrantes ya se estaban haciendo muy pesadas.

Green era como especie de dolor de culo en el grupo. No se sabe si por su prédica o qué, pero en sus momentos más mesiánicos uno de los integrantes, Jeremy Spencer, terminó desapareciendo en una gira norteamericana. Cuando se pusieron a investigar se enteraron de lo peor que le puede pasar a un rockero: el tipo se había unido a la secta religiosa Los Hijos de Dios.

¿Qué hacer con el genio, entonces?, se preguntó el resto. De momento, esperaron a que se arreglara por sí solo, pero ya era tarde. Green sufría de esquizofrenia y trastornos paranoicos. Dicen que cuando contrataron a Bob Welch para la Peter Green?s Fleetwood Mac éste quiso conocer al mito viviente. Cuando lo vio se quedó mudo: Green apareció y se presentó. Todo estaba bien si no fuera por el pedacito de queso que traía enmarañado en su pelo, y que parece haberlo acompañado hasta el momento en el que decidió dejar al grupo.

Antes de irse compuso un éxito de nombre The Green Manalishi. Nunca se supo a qué se refería. Los fans hablaron de una variedad del LSD y Green dijo que era una referencia a un fajo de billetes de 500 dólares amarrados en una liga, que a la postre era su representación más certera del demonio. Pero lo cierto es que el tema tenía que ver con su locura. En alguna ocasión confesó que fue producto de un sueño inducido por las drogas, en el que un perro verde le ladraba, lo asustaba y no era otra cosa más que la representación del dinero.

Cierto o no, después de esto Peter Green dejó de ser el guitarrista eximio. Lanzó discos experimentales, sin norte y algo flojos. La chispa se había apagado. Él desapareció por un tiempo. En ese caos intergaláctico fue portero de hospital, sepulturero, barman y miembro de un kibutz. Grandes figuras del blues lo rescataron una y otra vez para que hiciera conciertos, y los resultados fueron desastrosos.

La gota que derramó el vaso estuvo en el incidente con su contador. Éste fue a la casa de Green con el fin de entregarle un cheque por las regalías de sus éxitos. El místico dijo que no lo había solicitado, que no lo quería. Y, ante la insistencia del contable, sacó un rifle y juró vaciárselo encima si no se largaba ipso facto. Aunque el arma no estaba cargada, los huesos de Green terminaron en la cárcel y después en varias instituciones psiquiátricas. Ya era el hombre de manicomios digno de ser perfilado.

Ermitaño y escondido aceptó armar grupos efímeros y lanzar álbumes con una que otra joyita. Sin embargo, en su barrio era visto por sus vecinos como un retrasado mental, en quien recaían todas las risas de los niños que pensaban que se trataba de otro mendigo más. Quizás propios y ajenos se sorprendieron cuando en 1998 vieron al loco con Carlos Santana en plena ejecución de Black Magic Woman. Eso sucedió el día en el que fueron incluídos en el Rock & Roll Hall of Fame.

Y si esto no era suficiente. Entonces, es menester colocar la famosa frase que sobre él dijo la leyenda B.B. King: “Green fue el único hombre que me llegó a hacer sudar”.

Ya no le hacía falta demostrarle a nadie que en un momento de su vida llegó a sentirse el rival Clapton.

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