martes , septiembre 17 2024

Sopas pecaminosas

El resplandor del Renacimiento iluminó el travieso camino de un hombre que amalgamó los placeres del espíritu y de la carne. Fue monje franciscano, médico, aventurero, amante de la buena mesa y la mejor cama. Se llamaba François Rabelais y escribió una “boutade” augural: “Este año los ciegos verán poco, los sordos oirán mal, los mudos no hablarán mucho, los ricos estarán mejor que los pobres y los sanos mejor que los enfermos”.

 

Perdón, querida Mafalda

¿Y la sopa? Con las disculpas de caso a la inefable niña, la sopa, para todos y cada uno, seguirá siendo la sopa. Ella tiene un fondo primordial y noble que la torna adversa a las inclemencias y quebranta el frío de manteles y sábanas cuando arde su maridaje con el vino. Además, la sopa es pausa ante tanta comida chatarra, es descanso de la cotidiana agresión de la estridencia, el consumismo y la estupidez, de la competencia suicida y de la velocidad.

La sopa es amorosa lentitud, es morosidad húmeda y caliente que nos recibe y reconforta. Su anatomía líquida y espesa nos acuna y -al mismo tiempo- nos agiganta, nos dispone al amanecer de batallas nuevas en todos los paisajes imaginables.

Communio

Como sabia fémina, para descubrir sus misterios nos obliga al gesto humilde de inclinar levemente la cabeza. Como cuando apoyamos la cara en el vientre de una mujer o nos hundimos en el pliegue infinito de su cuello y entendemos -¡por fin!- que la forma de un cuerpo siliconado es puro cuento y que la chispa se enciende en el fondo de una mirada sin maquillaje. Así aprendemos que -también- desnudar los enigmas de una sopa o de un vino, nos exige explorar con lentitud aroma y vista; tacto y oído; sabor e imaginación.

Comulgar con sopa, pan y vino es sacra ceremonia de recipientes y armonía de concavidades. La olla, el plato hondo, las caderas de la copa, la cuchara, la boca. Como algunos abrazos y ciertas caricias, la sopa nos entibia el pecho y arrebola las mejillas. La sopa tiene “un no sé qué” (tal vez la misma música de la palabra acurrucarse).

El ingrediente esquivo

Quizá por ello los grandes vinos y las humeantes sopas nacieron en los monasterios medievales y fueron cantadas por juglares. Épocas de cocinar sin prisa, deletrear recetas sobre pergaminos, amar sin apuro y degustar con paciencia, abriendo espacios solidarios y humanos para conjugar el rito del “cumpanis” -los que comparten el pan, los compañeros- con el ingrediente secreto: la despreocupación por el Tiempo.

Nadie sabe en qué momento de la historia desayunar con sopa y vino fue llamado “el instante eterno de la amistad”. Tampoco de qué amistad se trataba, aunque suponemos que sería una bastante íntima: como no se habían inventado los horrendos desayunos de trabajo, que exprimen tiempo y paladar para aumentar productividades financieras, es lógico inferir que se trataba “de los otros”, es decir, gozosos desayunos.

Juegos niños

Si de gozo hablamos, no podemos omitir un renacentista desayuno “de los otros” en Los Pirineos. A fuego lento hierve el agua con huesos de ternera, puerros y gallina deshuesada. La mano cocinera aspersa sal y hebras de azafrán. En olla de barro se sofríen manteca, cebollas, la gallina troceada, pan de dos días y jamón picado fino. Se incorpora el caldo reservado y se cuece a fuego vivo, sirviéndose muy caliente. Si los labios arden en demasía, se apaciguan con sorbos de un tinto bordolés.

Omitimos medidas y tiempos, para no traicionar el espíritu de los comensales, quienes al desayunar así no piensan ciertamente en matemáticas, sino en la luminosidad del paladar y el calor de una piel arropando otra piel. No existían sopas de letras; hubieran añadido un toque menos candoroso que el final del epígrafe que inició esta columna:

“…al llegar corriendo a casa con mi gran muñeca rota creí leer que me amabas en las letras de mi sopa”.

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