sábado , septiembre 14 2024

Un espejo solar llamado arepa

Arepa proviene de la voz erepa (cumanagota), que significa maíz, vocablo éste derivado de mahís (lo que sustenta la vida), original de la lengua arawako, extinguida hace 1.000 años junto a la cultura taína, en la caribeña isla que Colón bautizaría como La Española (Haití y Dominicana). El sabio sueco Linneo, quien pasó su vida clasificando especies, le confirió —hacia 1750— su nomenclatura binaria en latín: Zea mays. Su reinado sobre el continente americano había sentado sus reales 5.000 años antes de que desembarcaran los primeros viajeros europeos. En México, durante siglos, los emperadores aztecas saborearon un aromático hongo oscuro llamado cuitlacoche, que en ciertas épocas corona la mazorca. En América Central al maíz se le dice “elote”, en el Sur “choclo” —voz quéchua— y en Venezuela “jojoto”.

Del Karibe al mantel europeo

Este pan venezolano, redondo, quizá algo obeso a juicio de quienes rinden culto a la esbeltez, nacido de la trituración de granos blancos o amarillos y cuya masa evoca aromas de la ancestral espiga americana, antecedió en milenios a una diva de la gastronomía itálica: la polenta. Los navegantes españoles llevaron el maíz a Europa donde lo utilizaron como alimento para animales de corral. Pero en Friuli, al norte de la bota peninsular, lo transmutaron en harina refinada, le añadieron queso, lo cocinaron en sartén y lo gratinaron al horno.

En realidad era un refinado plagio de las raciones que comían los antiguos legionarios romanos, hechas con la molienda de un grano duro, oscuro y amargo llamado farro, el cual se secaba al sol después de amasarlo con cuajo y agua. A la hora del puls, las legiones del César detenían sus exhaustivas marchas para tragar el áspero bocado. Quede a criterio del lector asociar (o no) el puls con la polenta, bástenos saber que con los efluvios de este plato la Europa del siglo XVI se abrió, cual núbil doncella, a la amerindia cultura del maíz.

Tras las primeras huellas

Cuando amaneció, la inmensa espiga aún conservaba, frescas, las huellas de las estrellas. Manos cobrizas la desgranaron hasta colmar el pilón de piedra o madera y el budare de barro, inaugurando la génesis de la arepa primordial. En el primero, el maíz desgarrado derramó sus entrañas entre quejidos de mazo y mortero. El segundo se encargó de recibir el fuego en su vientre de vasija hasta cocinar la masa —redonda como el disco solar— que habría de pasar de mano en mano para celebrar el rito universal del cumpanis: los que compartimos el pan.

Metamorfosis de los panes

“Somos como la arepa y la hallaca: encrucijadas de 100 historias distintas; el guiso Hispánico, la masa Aborigen, la mano Esclava, el azúcar del Índigo, la aceituna de Judea”. Así poetizó Herrera Luque, psiquiatra y escritor que sublimó la historia novelada de estas latitudes.

Tampoco existió la “duda piconiana” en cuanto a reverenciar nuevos aliños con los que engalanar a la protagonista del “ganarnos la arepa nuestra de cada día”, aforismo que sintetiza la unánime versión venezolana del Padrenuestro cotidiano. “Deme la arepa con pasajero”, pedían, hace más de un siglo, los peones andinos a los mayordomos de las haciendas, al invocar trozos de carne o de aguacate para redondear el sabor del esponjoso pan de maíz, cual taumatúrgica premonición de la futura “reina pepiada” que habría de nacer al cobijo de innovadores fogones.

Estrella de la mañana

Suma de Venezuela nos cuenta que “existe un vínculo cósmico y casi religioso entre el hombre indígena y los frutos de la tierra mestizada”. Los campesinos de Yaracuy solían llamar “estrella arepera” a la Stella matutina de las letanías, cuando Venus desabotonaba el alba, mientras, sin prisas, inclinada sobre el pilón, una mujer —amalgama de etnias sin comienzo ni fin— dibuja con melodía y verso el ritmo de la faena del día que despunta:

Las manos de este pilón van subiendo y van bajando;

parecen dos corazones cuando se están alejando.

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